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El director Alejandro Catalán y su nueva obra "Amar"

TEATRO › LA VOZ ENTRA POR LOS OJOS

Catalán apela “más a la percepción que a la racionalidad”. La pieza va los viernes en El Camarín de las Musas.

El punto de partida de sus trabajos nunca es un tema o un texto, sino “ver qué pela el actor, su imaginario expresivo”. En Amar se exponen las relaciones entre tres parejas durante una fiesta, o “el proceso de seis seres que ven cómo esa noche los va modificando”.

Cuando dirigía Solos, el ciclo de unipersonales protagonizado por alumnos de su estudio, Alejandro Catalán radicalizó su rechazo por “lo teatroso”. Cuestionó la palabra “obra” y esos monólogos se mudaron del Espacio Callejón a Mantis Club, un lugar “más precario”. La intención fue “no anunciar el carácter teatral del fenómeno”. Por la misma razón, el punto de partida de los trabajos de Catalán nunca es un tema o un texto sino “ver qué pela el actor, su imaginario expresivo”. En Amar, su nueva obra (viernes a las 23 en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960), el intento de borrar las huellas de una exterioridad que organice el relato se complementa con un mecanismo curioso: a la vista del público, los actores entran y salen de escena para iluminarse unos a otros con pequeñas linternas.

Catalán buscaba que “el espíritu festivo” de Solos se trasladara a una obra grupal. Por eso convocó para Amar a seis actores del ciclo (Edgardo Castro, Federico Liss, Natalia López, Paula Manzone, Toni Ruiz y Lorena Vega), que además ya tenían incorporada la importancia que le otorga Catalán al cuerpo en escena. “Primero apareció un tono cassavetiano de actuación, un realismo sucio que había que mantener al momento de pautar su secuencia”, explica. El resultado es un acontecimiento que se muestra, más que una historia que se cuenta: lo expuesto son las relaciones entre tres parejas durante una fiesta, o “el proceso de seis seres que ven cómo esa noche los va modificando”.

La obra apela “más a la percepción que a la racionalidad”. Así lo explica él: “El tema, la dinámica actual del amor, es un efecto fatal de la edad y del género de los actores. Partir de un tema sería un obstáculo, lo que busco son seres”, con su falta de compromiso, reproches, competencia. “No estamos intentando decir algo sobre la generación de los 30”, aclara Catalán, cuya preocupación esencial no es que el espectador haga su lectura de la obra sino que no la haga. “Si concluye que la obra es machista o feminista, no fue ‘tomado’ por la obra. La lectura es una preocupación de segunda, el defecto de un fracaso previo.”

La búsqueda de capturar a través de la percepción se evidencia en la heterogeneidad de los escenarios en los que la pieza transcurre, tan bien diseñados que parecen incluir al público. Una rama de árbol que atraviesa la escena es el parque donde los personajes conversan, con reggae de fondo. Una luz roja, intimidante, se centra en dos rostros para trasladar al espectador al asfixiante pasillo de un lugar cerrado. Dos botellas con arroz suenan como el mar. Las linternas se prenden y apagan para acompañar el baile. “Tratamos que la actuación perfore la convención que la revela”, explica el director sobre la decisión de que los actores se iluminen entre sí. “No es decoración. Tiene efectos narrativos”, aclara. Como ejemplo, menciona un momento en el que la luz acompaña la mirada de uno de los personajes como si fuera una cámara subjetiva en cine.

–¿Cómo lograron que la iluminación en manos de los actores no atentara contra la verosimilitud del acontecimiento?

–Lo que sucede convoca a querer ver. Da alegría ver cómo los que recién actuaban alumbran lo que ahora sucede. Tiene un temperamento rockero y potencia la actuación. Refuerza la ficción porque exalta las ganas de aceptar de quienes miran. Y eso sin que haya una invasión de la dramaturgia, entendida como productora de un diálogo que va generando el relato, ni de la dirección, en tanto procedimientos que delatan una exterioridad.

–Lo llamativo en Amar es que se diluyen las huellas de la exterioridad y aparecen marcas en el aquí y ahora.

–Para que lo preeminente sea lo actoral es necesario reconfigurar la escena y no demandar a sus elementos un aporte decisivo. Cuando esos otros rubros se potencian, pierde capacidad ficcional la actuación y se ve la indicación, la interpretación, el texto aprehendido. En Amar, el juego no se delata pre-pensado y la cabeza hace una pirueta interesante: “Me están mostrando a todas luces –valga la redundancia– que esto es mentira, que está siendo generado ahora, acá. Y a la vez no puedo dejar de creerles”.

–¿Por qué es tan importante el espacio donde una obra tiene lugar?

–Es tanto como la imagen del afiche o el tipo de contacto con la prensa: influye en la percepción que genera la obra. Cuando Solos se trasladó a Mantis, se confirmó que su potencia pasaba por la precariedad y por una temperatura de la situación más próxima a los ’80: la fiesta de la presentación de un cuerpo y el despliegue de su habilidad. Hay obras tan avaladas y previamente aprobadas por el interés que demuestran sus premios o sus nombres, que el público consume esos valores para sí. Se va snobiando, va a un evento cultural y no a un encuentro.

–El efecto de esta obra sería diferente en un escenario, en lugar de en una sala que no tiene tarima, como ésta que eligió. ¿Por qué esa decisión?

–Porque público y actores tienen que sentirse en un espacio común en el que los cuerpos tengan una relación con las dimensiones que los haga grandes. Lo que entra por los ojos y oídos tiene el mismo valor. Y más importante que las palabras es la voz: la acción dramática no está en el diálogo sino en la visualidad. El rostro es el punto de concentración narrativa excluyente.

Entrevista: María Daniela Yaccar
Imagen: Rafael Yohai

Indeterminación e impacto

Como teórico de la actualidad teatral, Catalán brinda su visión sobre esta y otras épocas. Según él, en el siglo XX existían “dos lógicas” en el ámbito del arte: el academicismo y la vanguardia. “Actualmente somos habitantes de un mercado escénico. Eso implica otras inducciones prácticas sobre los creadores. Hay una gran influencia de la desesperación y la presión del mercado. Antes, el problema de no tener público podía ser legitimador. Ahora no hay valores prácticos a priori. El producir se enfrenta a un nivel de indeterminación muy enorme y desesperante.” La consecuencia es que el teatro replica mecanismos de producción más bien televisivos. “El impacto es la operación que trata de tener eficacia en sí misma por la excitación de la subjetividad del espectador”, define, y añade que aquellos polos opuestos del pasado fueron reemplazados por el éxito y el fracaso. En el público, Catalán también ve un cambio “de lógica, ni mejor ni peor”, aclara. “El de los ’80 y ’90 era un público militante; su presencia implicaba fidelidad para con cierta práctica. El mercado generó un público deslocalizado, que consume teatro de la misma manera que podría ir al cine. Es interesante, porque está dispuesto a que le gusten cosas muy diversas, se deja configurar”, rescata. Lo negativo es que “es muy influenciable por cómo se presenta la obra mediáticamente y el uso que se hace de las legitimaciones previas a la experiencia”, concluye.

Fuente: Página 12

“Lo más lindo no es ser autor, sino actuar”

TEATRO › EDUARDO “TATO” PAVLOVSKY Y UN HOMENAJE A SU CARRERA QUE RESCATA PIEZAS PERDIDAS

El dramaturgo y actor señala que, aunque no estuvo involucrado en la preparación de los actos en el C. C. de la Cooperación y Calibán, “esto tiene una gran repercusión emocional en mí”. Y trata de descifrar las claves de la vigencia de sus textos.

Por Hilda Cabrera
Imagen: Pablo Piovano

El homenaje a Eduardo “Tato” Pavlovsky, que comenzará hoy en el C. C. de la Cooperación (ver aparte), toma como punto de partida La espera trágica, escrita a comienzos de los ’60. Una pieza que en algunos aspectos se completó de manera curiosa, y esto lo cuenta el autor, quien yendo a pedir una receta a Julio Tahier, pediatra de su hija Carolina, descubre en éste a un admirador: “Me preguntó si conocía al Pavlovsky que hacía teatro. ‘Soy yo, le dije’, y me miró como si estuviera ante Robert Redford. Le gustaba el teatro y quería meterse en el ambiente. Le pregunté si tenía alguna idea de escenografía, y me respondió con tanto entusiasmo que le ofrecí ocuparse de la escenografía de La espera trágica y El aniversario, de Anton Chéjov. Hizo un trabajo lindísimo en cartulina con tinta negra. Julio era muy riguroso. Se incorporó a nuestro grupo Yenesí y tomamos clases con Alejandra Boero, Pedro Asquini y Conrado Ramonet, de Nuevo Teatro”.

–¿Diría que La espera trágica es una pieza del absurdo?

–Teníamos una inclinación un poco girada hacia la vanguardia, hacia el teatro de Samuel Becket, Eugène Ionesco, Sean O’Casey, Arthur Adamov... Tahier –que también dirigió La espera...– puso obras de Fernando Arrabal, Griselda Gambaro... Se fue acercando mucha gente al grupo, que él aceptaba con la condición de que estudiaran: no quería hacer “teatro de muchachos y muchachas bien”.

–¿Se refería a jóvenes de clase alta?

–Estaba Julita von Grolman, que era preciosa, y había otras chicas... En el ambiente nos respetaban, porque encarábamos el trabajo con seriedad. Conocí bien a Asquini; le interesaba el teatro político. No le importaba que alguien no fuera de izquierda; podía ser un autor como el poeta Paul Claudel, de derecha, pero debía definirse, expresarse tal cual era. No soportaba el teatro de la banalidad. Era buena persona. Sufrió un cimbrón sentimental, pero no dejó que lo ayudáramos. “Estas cosas hay que vivirlas”, decía.

–¿Opina lo mismo sobre las crisis amorosas?

–Lo entendí mucho después, viendo cómo se sobrevaloraba la ayuda psicoanalítica. Sin duda, el psicoanálisis ha sido valioso como estudio de la subjetividad, pero –y sobre todo entre nosotros– se analiza por causas que a veces pueden solucionarse de una manera más fácil. De los pacientes que tengo en grupo, ninguno tiene un registro menor de quince años.

–¿Puede que esa concurrencia pase por el deseo de sociabilidad?

–Ellos conocen mi formación psicoanalítica, pero igual les hago el chiste diciéndoles que soy organizador de un espectáculo. Nunca he cuestionado el análisis, aunque comprendo que en algunos casos es demasiado largo en relación con la problemática que la persona trae. Si fuera por hablar, uno no dejaría de hacerlo hasta su muerte, y pasa que hay momentos importantes y otros que no lo son.

–¿Ocurre algo similar con la creación teatral?

–Acabo de terminar una obra, y por momentos pienso que es muy buena y en otros, que no la podré estrenar en lugares “formales”, que debo buscar un lugar escondido, porque es demasiado fuerte, algo escatológica: la relación amorosa de una madre con su hijo, que a su vez se muestra agradecido. Ella le enseña todo sobre la sexualidad para que no lo aprenda con una puta. El lenguaje es pornográfico, y eso produce malestar.

–Aunque distinto, el malestar no es nuevo en sus obras: lo generó Sólo brumas y, a su manera, Potestad, incluida en esta programación.

–Descubrí que hay mucha gente joven que se siente atraída por Potestad y mi estética ideológica. Creo que en lo mío ha habido coherencia desde el comienzo de mi trabajo; coherencia que, en cine, encuentro en las películas de Fernando “Pino” Solanas, desde La hora de los hornos hasta los últimos documentales. Potestad sigue gustando; recorrió países, la llevamos a festivales, tuve experiencias extraordinarias con estudiantes, y ahora, en julio, iremos a La Plata. Ahí la estética pasa por saber qué piensa y siente un raptor de niños, porque decir “éste es un raptor y ésta, una mujer a la que le han sacado la nena” no es suficiente en el teatro. Uno debe colocarse en el lugar del raptor, como en El señor Galíndez, en el papel del torturador (obra que estrenó Jaime Kogan en 1973). Ese hombre quiere sacar a la nena del “mundo rojo”, llevarla a un buen colegio... Es infernal, pero puede ser un buen padre; y no todos los hijos quieren apartarse de un padre como ése. Una cuestión es condenar el hecho criminal y otra –como en Potestad– intentar descubrir qué siente ese raptor por la nena. Una discusión muy común es la que pone el acento en que alguien así no puede sentir nada afectivo porque está disociado. Yo creo que esa apreciación es demasiado simple, que la banalidad del mal –el hecho de eludir la responsabilidad directa– es compleja, cercana y amplia.

–En ese nivel de comprensión, ¿qué estrategia utiliza el actor ante el personaje?

–Uno tiene que querer al monstruo, encontrar alguna afinidad para creerle, porque ese hombre que lleva a la nena en brazos está convencido de que la está salvando del infierno. Potestad nació como un monólogo para presentar junto a Telarañas, que se estrenó en el Payró, dirigida por Alberto Ure. Lo escribí después de ver cómo lloraba un hombre al que le habían sacado la hija.

–¿Es de los que encuentran en casi todo materia para dramatizar?

–El teatro es una de mis grandes pasiones, aunque en los últimos tiempos me está resultando complicado. Estrenar Sólo brumas, viajar con la obra, llevar la escenografía... Será que a veces me canso..., pero tengo gente que me ayuda. Y me convocan, también. Ahora filmé durante tres días, dirigido por Luis Ortega. No podría decir si la película (No le mientas al diablo) es una conspiración o un delirio. Trabaja Julieta Ortega, Joaquín Furriel, Alejandro Urdapilleta... Me gusta el cine, pero seguiré haciendo teatro y moriré en el escenario, como esos viejos laterales del circuito del off.

–¿Por qué prefirió mantener distancia de la organización de esta celebración?

–El hecho de que no haya querido intervenir en la cosa burocrática no significa que no tenga repercusión emocional en mí. Fueron años intensos, lleno de gratificaciones por la solidaridad que encontré, por esa especie de locura que tiene la gente de teatro cuando ensaya y está a punto de estrenar, por los extraordinarios fenómenos grupales que se producen... El teatro me enseñó cosas que no entendía.

–¿Lo ayudó tanto como la formación psicoanalítica?

–En un momento, el psicoanálisis me volvió loco, porque atendía a cuatro industriales que me podían mantener durante diez años. Me sentía perdido como psicoanalista, pero tuve suerte. Un amigo me pidió que lo acompañara a un hospital a ver a unos chicos y armar grupos. En ese trabajo se producían todas las relaciones que había estudiado: las que generan los celos, la rivalidad, el rechazo al recién llegado.... Pero eso tampoco bastaba. Lo interesante fue descubrir la creatividad de cada chico y entender que el juego elaborado con su fantasía era terapéutico. Me metí por ese lado sin abandonar el análisis. Lo que sí dejé atrás fueron los tratamientos individuales. Algunos analistas amigos me decían “estás loco, qué hacés, te vas a quedar solo”. Nunca estuve tan bien. Trabajé con gente muy valiosa, como Carlos Martínez, Fidel Moccio. María Rosa Glasserman, Rojas Bermúdez... En 1963 fundamos la Asociación Argentina de Psicodrama.

–Al mismo tiempo, escribía...

–Pensé que algunas obras se habían perdido, como Hombres, imágenes y muñecos, Camellos sin anteojos y Circus-loquio, que escribí con Elena Antonietto. De esos años es La cacería (1969), mi primer cambio al teatro sociopolítico. Los personajes eran un comunista, un burgués y un cura, papel que hizo Víctor Laplace.

–¿Qué siente ante tantos minuciosos estudios sobre su trabajo?

–Se publican libros en Alemania, Francia, Checoslovaquia, Italia... Son estudios académicos que me halagan. Ahora me entero de que se va a presentar La mueca, en Checoslovaquia, y me conmociono. ¿Por qué les interesa? Cuando vi a Jean-Louis Trintignant estrenar Potestad, en Los Angeles, dirigido por Paul Verdier, y que la televisión francesa nos sacaba al aire a él y a mí, me repetía a mí mismo “esto es el sueño del pibe”. Pero lo más lindo del teatro no es para mí ser autor, sino ser actor. No he podido superar el placer corporal de estar sobre un escenario. ¡Es un fenómeno hormonal! En Variaciones Meyerhold, por ejemplo, no empiezo la obra por lo que he escrito sino por lo que me inspira el personaje. Empiezo como si fuera el papa polaco Karol Wojtyla, marcando su rostro y su forma de expresarse. Detrás de esa “máscara” se esconde el Meyerhold que voy creando. En esa obra, este director ruso –que fue detenido en 1939, sufrió tortura y fue fusilado en 1940– habla de Mólotov, canciller de Stalin, y debo construir otra situación física. Ensayaba en el teatro y en casa. En un momento de mi obra, a Meyerhold se le aparece Mólotov queriendo meterle la cabeza bajo el agua, ahogarlo. Por eso en los ensayos pedí a Eduardo Misch, que es actor, director y asistente, que utilizáramos la pileta de natación de mi casa. Misch se disfrazaba de Mólotov y hacía como que me ahogaba. En otro ensayo me ayudaba Susy Evans. Ella se confesaba y en una escena que –pienso– tiene algo de las pinturas de Francis Bacon, hablaba de sexualidad. Todo esto que parece un mundo de locos ha sido grabado y filmado por Misch.

Para anotar en la agenda

Hoy, a partir de las 19: Participación del artista plástico Adolfo Nigro y el fotógrafo Marcos López; presentación de Teatro completo VII, que incluye la novela Dirección contraria y tres piezas recuperadas de los años ’60: Camello sin anteojos; Hombres, imágenes y muñecos y Circus-loquio (escrita en colaboración con Elena Antonietto). Presentación de El teatro de Eduardo Pavlovsky. Poéticas, psicodrama y política de los ’60, de Jorge Dubatti; y Proyecto Multimedia: Proceso de creación de Variaciones Meyerhold. Recopilación y realización de Eduardo Misch. Apertura de la exposición fotográfica de Antonio Fernández.

- Mañana a las 21.30: Función de Potestad, con Eduardo “Tato” Pavlovsky y Susy Evans. Dirección de Norman Briski. En el C. C. de la Cooperación, Corrientes 1543. Entrada: 30 pesos. Descuento a estudiantes y jubilados.

- Sábado 26, a las 20.30: Función de Dirección contraria (Artesanía teatral), versión de la novela homónima de Eduardo “Tato” Pavlovsky por el grupo El Soporte, dirigido por Eduardo Misch. En el Teatro Calibán, México 1428, Planta baja 5 (4381-0521).

- Domingo 27: Exposición de trabajos de investigación en el C. C. de la Cooperación (de 15 a 18). En Calibán: función de Las personalidades de Samuel Yunque, adaptación y dirección de Sebastián Berenguer de La espera trágica. Por el grupo Cronopios... Nunca Famas, de Bahía Blanca (a las 18.30); El señor Galíndez, dirigida por Elvira Onetto (20). Cámara Lenta (historia de una cara), por integrantes del estudio de Norman Briski (21.30). Entrada: 20 pesos. Consultar abonos: 4381-0521.

Fuente: Página 12