Brando, todo un emblema del cine mundial

En un nuevo aniversario de su muerte

01-07-2010 / Excéntrico, rebelde, talentoso y renovador, hizo de su apellido un método actoral

Fascinante, majestuoso, orgulloso, seductor, megalómano, desafiante, solitario, caprichoso, lúcido, magnético, devastador. O sencillamente Brando. Son contadas las ocasiones en las que un nombre (o apellido) resultan el modo

-aunque escueto- más certero de englobar, acotar y definir un verdadero universo. A la altura de los grandes íconos del siglo pasado, el actor norteamericano de sangre irlandesa y francesa se erige como el actor más talentoso, personal e influyente del cine mundial. Su incomparable -e infinitamente imitada- impronta marcó una ruptura en los modelos de galanes instaurados hasta los años 50 y en los cruciales años de posguerra, su imagen -sumada a la de su congénere James Dean, el naciente rock and roll y emergente contracultura con On the road de Kerouac como manifiesto- fue modelo de impacto en la sociedad al punto de instalar ese divino tesoro llamado juventud (antes salteado para seguir la fatal continuidad "niño parecido al padre-adulto parecido al padre").

Pero por sobre todo, Brando -actor emblema del Método, hijo de una actriz de teatro, adolescente expulsado de varios colegios y hasta del ejército- alteró y desafió todos lo patrones del arte histriónico. La máscara se hizo carne, la voz se hizo cuerpo. Cuando la pauta era que el actor se transformara en el personaje, Brando lograba que éste se transformara en el intérprete. Y lejos de restarle credibilidad, esa fagocitación voraz hacia los personajes, los elevaba a una instancia superadora de la veracidad: la mismísima verdad.

“Sólo se distingue lo que es realmente necesario cuando se comprende el verdadero significado del horror”. Bajo la piel del Coronel Kurtz en Apocalipsis Now (uno de sus personajes más cultivados y reverenciados) la inconfundible voz de Brando, esa mezcla de susurro y filoso chasquido, resuena candente en el aire mientras acaricia su cabeza y entreabre esos ojos eternamente melancólicos, presionados por el pesado juicio de sus cejas. Tal vez el horror de una infancia difícil, su incomparable capacidad de percibir en el mundo no sólo los gestos sino el profundo significado o meramente su genio, hicieron que Brando entendiera lo realmente necesario en el arte de la interpretación. Pues eso hizo: retiró el artificio y dejó el arte.

“¿Cómo distinguir al bailarín del baile?”, preguntaba en un célebre poema el notable escritor irlandés William Butler Yeats. Y del mismo modo que su cautivante humanidad se apoderaba de la pantalla, también lo hacía de la opinión pública. Su fuerte y complejo temperamento lo convirtieron en un personaje tan entrañable como polémico e incómodo. Ya sea su divismo desmesurado (llegando a cobrar millones por solo aparecer unos minutos en alguna película; miles por dar entrevistas; poner como cláusula no hablar con un director durante el rodaje); su desprecio por Hollywood, que lo hizo a renunciar al premio Oscar y enviar en su lugar a una nativa norteamericana reclamando por los derechos indígenas, causa que apoyó fervientemente; su agitada y a veces trágica vida sexual (amante de mil actrices y con cuatro casamientos sobre sus anchas espaldas); su heterodoxia (olvidaba la letra, improvisaba mucho, copaba las escenas); o sus excentricidades (era dueño de una isla en Tahití, por citar un caso, pero en sus últimos años se mantenía con una pensión del sindicato de actores, ya que su fortuna había sido dilapidada).

Si bien sus carrera fue irregular (impactó en los ‘50, se estancó en los ‘60, los ‘70 lo vieron resurgir de la mano de El Padrino y a partir de los ‘80 sólo se dedicó a facturar por papeles olvidables y filmes descartables), la figura de Brando fue ineludible en el universo cinematográfico, ya que a partir de él, nadie actuaría igual que antes.

“La interpretación es la menos misteriosa de todas las artes -sostenía Brando-. Todo el mundo actúa, ya sea un niño que aprende rápidamente cómo comportarse para conseguir la atención de su madre, o un esposo y una esposa en los ritos cotidianos del matrimonio. Resulta difícil imaginar que alguien sobreviva en nuestro mundo sin actuar. La diferencia consiste en que la mayor parte de la gente actúa automática e inconscientemente, mientras que los actores teatrales y cinematográficos lo hacen para narrar una historia. De hecho, la mayor parte de los actores ofrecen sus mejores interpretaciones cuando la cámara deja de rodar”.

Un primero de julio del 2004, ya lejos de las cámaras, Brando dejó de rodar su vida a los 80 años. “Pude haber sido alguien”, decía en el boxeador frustrado de Nido de Ratas. Y vaya que fue alguien: fue el esposo inicuo en Un tranvía llamado deseo (1951), motociclista rebelde en El salvaje (1954), el padre (non) santo de El padrino (1972), ese semidios desquiciado en Apocalipsis now (1979), Julio César (1953) y tantos otros. "No puedo ser otra persona sino yo mismo, aunque me peguen en la cabeza", dijo alguna vez. Porque ante todo y a través de todos, Brando siempre eligió ser Brando. Y parafraseando al Padrino, esa es una oferta difícil de rechazar.

Fuente: Diagonales